Filóticos polísofos

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Imaginemos que la filosofía no se entendiera como una ocupación del intelecto meramente especulativa o a lo sumo interpretativa. Echémosle aún más imaginación: que la política- y los políticos- no tuvieran que agotarse – literalmente- en el arte de la negociación, la persuasión, y como negarlo, el engaño.
Imaginemos incluso que la democracia fuera realmente una forma de gobierno para el pueblo, en la que se dispusiera de verdaderas opciones políticas, es decir, que aportaran visiones diferentes y por tanto planteamientos diferentes entre sí. Y lo mejor de todo, que esas opciones fueran el resultado de un análisis serio, riguroso y objetivo del mundo que nos ha tocado vivir y pretendemos mejorar.

Si todo ello fuera posible los políticos filosofarían más y discutirían menos, y los filósofos se dedicarían a la política con demasiada frecuencia, lo cual tampoco es necesariamente un escenario perfecto, pero al menos se hablaría en serio de los problemas reales de la gente y del mundo.
En un mundo así de increíble – y deseable- no nos preocuparíamos de las consecuencias económicas de una crisis energética sino de las consecuencias ambientales y climáticas del modelo energético que se quiere salvar de la crisis.
No nos engañaríamos creyendo que el paro se ataja con mayor inversión en educación, investigación o incrementando la competitividad, sino que veríamos claro que todo ello no es más una parte del espejismo del progreso. El reparto del trabajo y la reducción del consumo de bienes superfluos serían soluciones bien vistas y se vería claro que el paro interesa a los escasos ganadores de un sistema económico libre-capitalista.
No enfrentaríamos el terrorismo únicamente con más armas, medios y control, sino principalmente tratando de resolver los conflictos en su origen, venciendo la intolerancia y la rigidez, y no buscando pretextos para mantener el poder a toda costa.
En ese fantástico mundo, si los políticos no fueran demasiado filosóficos y los filósofos no politizaran en exceso, se llamaría a las cosas por su nombre, y en las cárceles abundarían más los ricos que los pobres, y las guerras –de haberlas- se tendrían que hacer sin aviones, ni tanques, ni helicópteros, ni barcos, ni mísiles, y apenas sin soldados.
La educación no sería confundida con la instrucción, ni la cultura con el conocimiento, ni la inteligencia con la sabiduría.
Se valoraría a las personas en función de su capacidad de hacer felices a los demás, y no en función de la capacidad de acumular dinero (con la pretensión de hacerse feliz a sí mismo).
No se dejaría la salud en manos de la medicina y la medicina en manos de la industria farmacéutica.
El trabajo sería un estímulo positivo y no una maldición, por lo que ni se esperaría la Jubilación con ansia, ni las escasas vacaciones actuales serían tan vitales.
El derecho a una vivienda digna no se convertiría en una deuda u obligación de por vida, pues el beneficio de unos pocos no se alimentaría del sacrificio desmesurado de la mayoría.
Muchas cosas podrían cambiar si disfrutáramos de una auténtica democracia, con opciones verdaderas, políticos que pensaran más y mejor, y pensadores aficionados a la política.
Mientras tanto, no nos conformemos diciendo “Demos-gracias” a lo que tenemos. Exijamos: ¡Queremos una auténtica Democracia! Y eso, mientras no nos atrevamos a ir mas allá. Ver democracia participativa.

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1 Comments

  1. la justicia social no será hasta que halla justicia ambiental. si los ciudadanos tienen conciencia ambiental y aman el planeta los gobiernos tendran que cambiar las reglas. un mundo mas justo significa incluir valores en la toma de decisiones. a todos los niveles, personal y colectivo.

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